miércoles, 11 de abril de 2012

Jefes, cabecillas y abusones (primera parte)


Jefes cabecillas y abusones


¿Había vida antes de los jefes?


¿Puede existir la humanidad sin gobernantes ni gobernados? Los fundadores de la ciencia política creían que no. «Creo que existe una inclinación general en todo el género humano, un perpetuo y desazonador deseo de poder por el poder, que sólo cesa con la muerte», declaró Hobbes. Éste creía que, debido a este innato anhelo de poder, la vida anterior (o posterior) al Estado constituía una «guerra de todos contra todos», «solitaria, pobre, sórdida, bestial y breve». ¿Tenía razón Hobbes? ¿Anida en el hombre una insaciable sed de poder que, a falta de un jefe fuerte, conduce inevitablemente a una guerra de todos contra todos? A juzgar por los ejemplos de bandas y aldeas que sobreviven en nuestros días, durante la mayor parte de la prehistoria nuestra especie se manejó bastante bien sin jefe supremo, y menos aún ese todopoderoso y leviatánico Rey Dios Mortal de Inglaterra, que Hobbes creía necesario para el mantenimiento de la ley y el orden entre sus díscolos compatriotas. Los Estados modernos organizados en gobiernos democráticos prescinden de leviatanes hereditarios, pero no han encontrado la manera de prescindir de las desigualdades de riqueza y poder respaldadas por un sistema penal de enorme complejidad. Con todo, la vida del hombre transcurrió durante 30.000 años sin necesidad de reyes ni reinas, primeros ministros, presidentes, parlamentos, congresos, gabinetes, gobernadores, alguaciles, jueces, fiscales, secretarios de juzgado, juches patrulla, furgones celulares, cárceles ni penitenciarías.
¿Como se las arreglaron nuestros antepasados sin todo esto? Las poblaciones de tamaño reducido nos dan parte de la respuesta. Con 50 personas por banda o 150 por aldea, todo el hmndo se conocía íntimamente, y así los lazos del intercambio recíproco vinculaban a la gente. La gente ofrecía porque esperaba recibir y recibía porque esperaba ofrecer. Dado que el azar intervenía de forma tan importante en la captura de animales, en la recolecta de alimentos silvestres y en el éxito de las rudimentarias formas de agricultura, los individuos que estaban de suerte un día, al día siguiente necesitaban pedir. Así, la mejor manera de asegurarse contra el inevitable día adverso coninsistía en ser generoso. El antropólogo Richard Gould lo expresa así: «Cuanto mayor sea el índice de riesgo, tanto más se comparte.» La reciprocidad es la banca de las sociedades pequeñas.
En el intercambio recíproco no se especifica cuánto o qué exactamente se espera recibir a cambio ni cuándo se espera i onseguirlo, cosa que enturbiaría la calidad de la transacción, equiparándola al trueque o a la compra y venta. Esta distinción sigue subyaciendo en sociedades dominadas por otras formas de intercambio, incluso las capitalistas, pues entre parientes cercanos y amigos es habitual dar y tomar de forma desinteresada y sin ceremonia, en un espíritu de generosidad. Los jóvenes no pagan con dinero por sus comidas en casa ni por el uso del coche familiar, las mujeres no pasan factura a sus maridos por cocinar, y los amigos se intercambian regalos de cumpleaños y Navidad. No obstante, hay en ello un lado sombrío, la expectativa de que nuestra generosidad sea reconocida con muestras de agradecimiento. Allí donde la reciprocidad prevalece realmente en la vida cotidiana, la etiqueta exige que la generosidad se dé por sentada. Como descubrió Robert Dentan en sus trabajos de campo entre los semais de Malasia central, nadie da jamás las gracias por la carne recibida de otro cazador. Después de arrastrar durante todo un día el cuerpo de un cerdo muerto por el calor de la jungla para llevarlo a la aldea, el cazador permite que su captura sea dividida en partes iguales que luego distribuye entre todo el grupo. Dentan explica que expresar agradecimiento por la ración recibida indica que se es el tipo de persona mezquina que calcula lo que da y lo que recibe. «En este contexto resulta ofensivo dar las gracias, pues se da a entender que se ha calculado el valor de lo recibido y, por añadidura, que no se esperaba del donan te tanta generosidad.» Llamar la atención sobre la generosidad propia equivale a indicar que otros están en deuda contigo y que esperas resarcimiento. A los pueblos igualitarios les repugna sugerir siquiera que han sido tratados con generosidaí.
Richard Lee nos cuenta cómo se percató de este aspecto de la reciprocidad a través de un incidente muy revelador. Para complacer a los !kung, decidió comprar un buey de gran tamaño y sacrificarlo como presente. Después de pasar varios días buscando por las aldeas rurales bantúes el buey más grandes y hermoso de la región, adquirió uno que le parecín un r pécimen perfecto. Pero sus amigos le llevaron aparte y le aseguraron que se había dejado engañar al comprar un animal sin valor alguno. «Por supuesto que vamos a comerlo», le d ijeron" «pero no nos va a saciar; comeremos y regresaremos a nuestras casas con rugir de tripas.» Pero cuando sacrificaron la res de Lee, resultó estar recubierta de una gruesa capa de Más tarde sus amigos le explicaron la razón por la cual habian manifestado menosprecio por su regalo, aun cuando mejor que él lo que había bajo el pellejo del animal:
Sí, cuando un hombre joven sacrifica mucha carne llega a creerse un gran jefe o gran hombre, y se imagina al resto de nosotros servidores o inferiores suyos. No podemos aceptar esto i mos al que alardea, pues algún día su orgullo le llevará a marar a alguien. Por esto siempre decimos que su carne no vale nada. De manera atemperamos su corazón y hacemos de él un hombre pacífico.
Lee observó a grupos dé hombres y mujeres regresar a casa todas las tardes con los animales y las frutas y plantas silvestres que habían cazado y recolectado. Lo compartían todo por unigual, incluso con los compañeros que se habían quedado en el campamento o habían pasado el día durmiendo o reparando sus armas y herramientas.
No sólo juntam las familias la producción del día, sino que todo el campamento, tanto residentes como visitantes, participan a partes ¡guales del totail de comida disponible. La cena de todas las familias se compone de porciones de comida de cada una de las otras familias residentes.. Los alimentos se distribuyen crudos o son preparados por los recolectores y repartidos después. Hay un trasiego constante de nueces, bayas, raíces y melones de un hogar a otro hasta que cada habittante ha recibido una porción equitativa. Al día siguiente son otrros los que salen en busca de comida, y cuando regresan al campamiento al final de día, se repite la distribución de alimentos.
Lo que Hobbees no comprendió fue que en las sociedades pequeñas y preestatales redundaba en interés de todos mantener abierto el mundo el acceso al habitat natural. Supongamos un Ikung con un ansia de poder como la descrita por Hobbes se levnantara un buen día y le dijera al campamento: «A partir de ahora, todas estas tierras y todo lo que hay en ellas es mio. Os dejaré usarlo, pero sólo con mi permiso y a condición de que yo reciba lo más selecto de todo lo que capturéis, recolecteis o cultiveis”. Sus compañeros, pensando que seguramente se habría vuelto loco, recogerían sus escasas pertenencias, se pondrían de camino y, cuarenta o cincuenta kilómetros más allá, erigirían un nuevo campamento para reanudar su vida habitual reciprocidad igualitaria, dejando al hombre que quería ser rey ejercer su inútil soberanía a solas.
Si en las simples sociedades del nivel de lasw bandas y las aldeas existealgún tipo de liderazgo político, éste es ejercido por individuos llamados cabecillas que carecen de poder para obligar a otros a obedecer sus ordenes. Pero ¿puede un licer carecer de poder y aun así dirigir?


Hacer frente a los abusones

Cuando prevalecían el intercambio recíproco y los cabecillas igualitarios, ningún individuo, familia u otro grupo de menor tamaño que la banda o la aldea podía controlar el acceso a los ríos, lagos, playas, mares, plantas y animales, o al suelo y subsuelo. Los datos en contrario no han resistido un análisis detallado. Los antropólogos creyeron en un tiempo que entre los cazadores-recolectores canadienses había familias e incluso individuos que poseían territorios de caza privados, pero estos modelos de propiedad resultaron estar relacionados con el comercio colonial de pieles y no existían originariamente.
Entre los !kung, un núcleo de personas nacidas en un territorio particular afirma ser dueño de las charcas de agua y los derechos de caza, pero esta circunstancia no tiene ningún efecto sobre la gente que está de visita o convive con ellas en cualquier momento dado. Puesto que los !kung de bandas vecinas se hallan emparentados por matrimonio, a menudo se hacen visitas que pueden durar meses; sin necesidad de pedir permiso, pueden hacer libre uso de todos los recursos que necesiten. Si bien las gentes pertenecientes a bandas distantes entre sí tienen que pedir permiso para usar el territorio de otra banda, los «dueños» raramente les deniegan este permiso.
La ausencia de posesiones particulares en forma de tierras y otros recursos básicos significa que entre las bandas y peque ñas aldeas cazadoras y recolectoras de la prehistoria probable-mente existía alguna forma de comunismo. Quizá debería señalar que ello no excluía del todo la existencia de propiedad privada. Las gentes de las sociedades sencillas del nivel de las bandas y aldeas poseen efectos personales tales como armas, ropa, vasijas, adornos y herramientas. ¿Qué interés podría tener nadie en apropiarse de objetos de este tipo? Los pueblos que viven en campamentos al aire libre y se trasladan con frecuencia no necesitan posesiones adicionales. Además, al ser pocos y conocerse todo el mundo, los objetos robados no se pueden utilizar de manera anónima. Si se quiere algo, resulta preferible pedirlo abiertamente puesto que, en razón de las normas de reciprocidad, tales peticiones no se pueden denegar. No quiero dar la impresión de que la vida en las sociedades igualitarias del nivel de las bandas y aldeas se desarrollaba sin asomo de disputas sobre las posesiones. Como en cualquier grupo social, había inconformistas y descontentos que intentaban utilizar el sistema en provecho propio a costa de sus compañeros. Era inevitable que hubiera individuos aprovechados que sistemáticamente tomaban más de lo que daban y que permanecían echados en sus hamacas mientras los demás realizaban el trabajo. A pesar de no existir un sistema penal, a la larga este tipo de comportamiento acababa siendo castigado. Una creencia muy extendida entre los pueblos del nivel de las bandas y aldeas atribuye la muerte y el infortunio a la conspiración malévola de los brujos. El cometido de identificar a estos malhechores recaía en un grupo de chamanes que en sus trances adivinatorios se hacían eco de la opinión pública. Los individuos que gozaban de la estima y del apoyo firme de sus familiares no debían temer las acusaciones del chamán. Pero los individuos pendencieros y tacaños, más dados a tomar que a ofrecer, o los agresivos e insolentes, habían de andar con cuidado.
De los cabecillas a los grandes hombres
La reciprocidad no era la única forma de intercambio practicada por los pueblos igualitarios organizados en bandas y aldeas. Hace tiempo que nuestra especie encontró otras formas de dar y recibir. Entre ellas, la forma de intercambio conocida como redistribución desempeñó un papel fundamental en la creación de distinciones de rango en el marco de la evolución de las jefaturas y los Estados.
Se habla de redistribución cuando las gentes entregan alimentos y otros objetos de valor a una figura de prestigio como, por ejemplo, el cabecilla, para que sean juntados, divididos en porciones y vueltos a distribuir. En su forma primordial probablemente iba emparejada con las cacerías y cosechas estacionales, cuando se disponía de más alimentos que de costumbre. Como ilustra la práctica de los aborígenes australianos, cuando maduraban las semillas silvestres y abundaba la caza, las bandas vecinas se juntaban para celebrar sus festividades nocturnas llamadas corroborees. Eran estas ocasiones para cantar, bailar y renovar ritualmente la identidad del grupo. Es posible que al entrar en el campamento más gente, más carne y más manjares, los cauces habituales del intercambio recíproco no bastaran para garantizar un trato equitativo para todos, Tal vez los varones de más edad se encargaran de dividir y repartir las porciones consumidas por la gente. Solo un paso muy pequeño separa a estos redistribuidores rudimentarios de los afanosos cabecillas de tipo jefe de boy-scouts que exhortan a sus compañeros y parientes a cazar y cosechar con mayor intensidad para que todos puedan celebrar festines mayores y mejores. Fieles a su vocación, los cabecillas-redistribuidores no sólo trabajan más duro que sus seguidores, sino que también dan con mayor generosidad y reservan para sí mismos las raciones más modestas y menos deseables. Por consiguiente, en un principio la redistribución servía estrictamente para consolidar la igualdad política asociada al intercambio recíproco. La compensación de los redistribuyeres residía meramente en la admiración de sus congéneres, la cual estaba en proporción con su éxito a la hora de organizar los más grandes festines y fiestas, contribuir personalmente más que cualquier otro y pedir poco o nada a cambio de sus esfuerzos; todo ello parecía, inicialmente, una extensión inocente del principio básico de reciprocidad. ¡Poco imaginaban nuestros antepasados las consecuencias que ello iba a acarrear!
Si es buena cosa que un cabecilla ofrezca festines, ¿por qué no hacer que varios cabecillas organicen festines? O, mejor aún, ¿por qué no hacer que su éxito en la organización y donación de festines constituya la medida de su legitimidad como cabecillas? Muy pronto, allí donde las condiciones lo permiten o favorecen -más adelante explicaré lo que quiero decir con esto-, una serie de individuos deseosos de ser cabecillas compiten entre sí para celebrar los festines mis espléndidos y redistribuir lamayor cantidad de viandas y otros bienes preciados. De esta forma se desarrolló la amenaza contra la que habían advertido los informantes de Richard Lee; el joven que quiere ser un «gran hombre».
Douglas Oliver realizó un estudio antropológico clásico sobre el gran hombre entre los siuais, un pueblo del nivel de aldea que vive en la isla de Bougainville, una de las islas Salomón, situadas en el Pacífico Sur. En el idioma siuai el gran hombre se denominaba mumi. La mayor aspiración de todo muchacho siuai era convertirse en mumi. Empezaba casándose, trabajaba muy duramente y limitando su consumo de carne y nueces de coco. Su esposa y sus padres, impresionados por la seriedad de sus intenciones, se comprometían a ayudarle en la preparación de su primer festín. El círculo de sus partidarios se iba ampliando rápidamente, y el aspirante a mumi empezaba a construir un local donde sus seguidores de sexo masculino pudieran entretener sus ratos de ocio y donde pudiera recibir y agasajar a los invitados. Luego daba una fiesta de inauguración del club y, si ésta constituía un éxito, crecía el círculo de personas dispuestas a colaborar con él y se empezaba a hablar de él como de un mumi. La organización de festines cada vez más aparatosos significaba que crecían las exigencias impuestas por el mumi a sus partidarios. Éstos, aunque se quejaban de lo duro que les hacía trabajar, le seguían siendo fieles mientras continuara manteniendo o acrecentando su renombre como «gran abastecedor».
Por último, llegaba el momento en que el nuevo mumi debía desafiar a los más veteranos. Para ello organizaba un festín, el denominado muminai, en el que ambas partes llevaban un registro de los cerdos, las tortas de coco y los dulces de sagú y almendra ofrecidos por cada mumi y sus seguidores al mumi invitado y a los seguidores de éste. Si en el plazo de un año los invitados no podían corresponder con un festín tan espléndido como el de sus retadores, su mumi sufría una gran humillación social y perdía de inmediato su calidad de mumi.
Al final de un festín coronado por el éxito, a los mumi más grandes aún les esperaba una vida de esfuerzo personal y dependencia de los humores e inclinaciones de sus seguidores. Ser mumi no confería la facultad de obligar a los demás a cumplir sus deseos ni situaba su nivel de vida por encima del de los demás. De hecho, puesto que desprenderse de cosas constituía la esencia misma de la condición de mumi, los grandes mumis consumían menos carne y otros manjares que los hombres co-munes. H. lan Hogbin relata que entre los kaokas, habitantes de otro grupo de las islas Salomón, «el hombre que ofrece el banquete se queda con los huesos y los pasteles secos; la carne yel tocino son páralos demás». Con ocasión de un gran festín con 1.100 invitados, el mumi anfitrión, de nombre Soni, ofreció treinta y dos cerdos y un gran número de pasteles de sagú y almendra. Soni y algunos de sus seguidores más inmediatos se quedaron con hambre. “Nos alimentará la fama de Soni” dijeron.
El nacimiento de los grandes abastecedores
Nada caracteriza mejor la diferencia que existe entre reciprocidad y redistribución que la aceptación de la jactancia como atributo del liderazgo. Quebrantando de manera flagrante los preceptos de modestia que rigen en el intercambio recíproco, el intercambio redistributivo va asociado a proclamaciones públicas de la generosidad del redistribuidor y de su calidad como abastecedor.
La jactancia fue llevada a su grado máximo por los kwa-kiutl, habitantes de la isla de Vancouver, durante los banquetes competitivos llamados potlatch. Aparentemente obsesionados con su propia importancia, los jefes redistribuidores kwakiutl decían cosas corno éstas:
Soy el gran jefe que avergüenza a la gente [...]. Llevo la envidia a sus miradas. Hago que las gentes se cubran las caras al ver lo que continuamente hago en este mundo. Una y otra vez invito a todas las tribus a fiestas de aceite [de pescado...], soy el único árbol grande [...]. Tribus, me debéis obediencia [...]. Tribus, regalando propiedades soy el primero. Tribus, soy vuestra águila. Traed a vuestro contador de la propiedad, tribus, para que trate en vano de contar las propiedades que entrega el gran hacedor de cobres, el jefe.
La redistribución no es en absoluto un estilo económico arbitrario que la gente elige por capricho, puesto que la carrera de un redistribuidor se funda en su capacidad para aumentar la producción. La selección que lleva al régimen de redistribución sólo tiene lugar cuando las condiciones reinantes son tales que el esfuerzo suplementario realmente aporta alguna ventaja. Pero poner a la gente a trabajar más duro puede tener un efecto negativo en la producción. En las simples sociedades cazadoras-recolectoras [foragings societies] como la Ikung, aquellos que intentan intensificar la captura de animales y la recolecta de plantas silvestres aumentan el riesgo de agotamiento de los recursos animales y vegetales. Invitar a un cazador Ikung a actuar como un mumi significaría ponerle a él y a sus seguidores en inminente peligro de inanición. En sociedades agrarias como la siuai o la kaoka, en cambio, el agotamiento de los recursos no constituye un peligro tan inminente. Los cultivos a menudo se pueden plantar en superficies bastante extensas, laborear y escardar más a fondo y favorecer con un mayor aporte de agua y fertilizante sin que ello suponga un peligro inmediato de agotamiento de los recursos.
Ahora bien, no deseo conceder más importancia de la debida a la distinción categórica entre los modos de producción cazadores-recolectores y los agrarios. Los kwakiutl no eran agricultores y, sin embargo, su modo de producción se podía intensificar en gran medida. La mayor parte de su alimento procedía de las prodigiosas migraciones anuales río arriba de salmones y lucios y, mientras se limitaran a utilizar sus salabardos aborígenes, no podían agotar realmente estas especies. En su forma primitiva, pues, los potlatch constituían una forma eficaz de impulsar la producción. Al igual que los kwakiutl, muchas sociedades que carecían de agricultura vivían, con todo, en comunidades estables con marcadas desigualdades de rango. Algunas de ellas, como los kwakiutl, incluso contaban con plebeyos cuya condición asemejaba a la de esclavos. La mayoría de estas sociedades cazadoras-recolectoras no igualitarias parecen haberse desarrollado a lo largo de las cos-tas marítimas y los cursos fluviales, donde abundaban los bancos de moluscos, se concentraban las migraciones piscícolas o las colonias de mamíferos marinos favorecían la cons trucción de asentamientos estables y donde la mano de obra excedente se podía aprovechar para aumentar la productividad del habitat.
El mayor margen para la intensificación solía darse, no obstante, entre las sociedades agrarias. Por lo general, cuanto más intensificable sea la base agraria de un sistema redistributivo, tanto mayor es su potencial para dar origen a divisiones marcadas de rango, riqueza y poder. Pero antes de pasar a relatar cómo aquellos que eran servidos por los mumis se convirtieron en siervos de los mumis, quiero intercalar una pausa para dar consideración a otro tema. Si la institución del mumi era positiva para la producción, ¿por qué había de serlo también para los mumis? ¿Qué impulsaba a la gente a no escatimar esfuerzos con tal de poder vanagloriarse de lo mucho que regalaban?
¿Por qué ansiamos prestigio
Antes planteé que tenemos una necesidad genética de amor, aprobación y apoyo emocional. Para obtener recompensas en la moneda del amor, nuestra especie limita las satisfacciones expresadas en las monedas de otras necesidades y otros impulsos. Ahora planteo que esta misma necesidad explica los ímprobos esfuerzos que hacen cabecillas y mumis por aumentar el bienestar general de los suyos. La sociedad no les paga con alimentos, sexo o un mayor número de comodidades físicas sino con aprobación, admiración y respeto; en suma, con prestigio.
Las diferencias de personalidad hacen que en algunos seres humanos la ansiedad de afecto sea mayor que en otros (una verdad de Perogrullo que se aplica a todas nuestras necesidades e impulsos). Parece verosímil, pues, que los cabecillas y mumis sean individuos con una necesidad de aprobación especialmente fuerte (probablemente como resultado de la con-junción de experiencias infantiles y factores hereditarios). Además de poseer un gran talento para la organización, la oratoria y la retórica, los líderes igualitarios descuellan como personas con un enorme apetito de alabanzas, recompensa que otros no tienen reparos en ofrecer a cambio de manjares exquisitos en abundancia y una existencia más segura, más sana y más amena.
En un principio, la recompensa de servicios útiles para la sociedad mediante prestigio parecía, como la redistribución, oponerse al progreso de las distinciones de rango basadas en la riqueza y el poder. Si Soni hubiera intentado quedarse con la carne y la grasa o pretendido conseguir la realización de tareas mediante órdenes en lugar de ruegos, la admiración y el apoyo del pueblo se hubieran dirigido a un gran hombre más auténtico; pues lo intrínseco a las sociedades igualitarias es la generosidad del gran hombre y no la naturaleza del prestigio. En la evolución de las distinciones de rango en jefaturas avanzadas y Estados, junto a la acumulación de riquezas y poder se siguen manteniendo las expectativas de aprobación y apoyo. Ser rico y poderoso no excluye ser amado y admirado mientras no se den muestras de un talante egoísta y tiránico. Los jefes supremos y los reyes desean el amor de sus subditos y a menudo lo reciben, pero, al contrario de los mumis, reciben su recompensa en todas las monedas que suscribe la naturaleza humana.
El pensamiento actual sobre la importancia del prestigio en el quehacer humano sigue los pasos de Thorstein Veblen, cuyo clásico Teoría de la dase ociosa, no ha perdido un ápice de su atractivo como comentario mordaz sobre los puntos flacos del consumismo. Señalando la frecuencia con que los consumidores corrientes intentan emular el intercambio, la exhibición y la destrucción de bienes y servicios de lujo de los miembros de las clases sociales superiores, Veblen acuñó la expresión de «consumo conspicuo». A las agencias de publicidad y a sus clientes les ha venido muy bien, pues han integrado este concepto en sus estrategias para la venta de emplazamientos prestigiosos para edificios de oficinas y residencias, Maseratis de producción limitada, trajes de alta costura y vinos y alimentos selectos.
No obstante, debo expresar mis reservas al abordar el intento que hace Veblen de contestar a la pregunta de por quéla gente atribuye valor a la vestimenta, las joyas, las casas, los muebles, los alimentos y las bebidas, el cutis e incluso los olores corporales que emulan las exigencias de las personas de rango superior. Su respuesta fue que ansiamos prestigio debido a nuestra necesidad innata de sentirnos superiores. Al imitar a la clase ociosa esperamos satisfacer este ansia. En palabras de Veblen: «Con excepción del instinto de conservación, la propensión a la emulación probablemente constituya la motivación económica más fuerte, alerta y persistente.» Esta propensión es tan poderosa, arguye, que nos induce una y otra vez a caer en comportamientos disparatados, despilfarradores y dolorosos. Veblen cita a modo de ejemplo la costumbre de vendar los pies entre las mujeres chinas y de encorsetarse entre las americanas, prácticas que incapacitaban de forma conspicua a las mujeres para el trabajo y, por consiguiente, las convertían en candidatas a miembros de la clase privilegiada. También relata la historia (evidentemente apócrifa) de «cierto rey de Francia» que, a fin de evitar «rebajarse» en ausencia del funcionario encargado de correr la silla de su señor, «permaneció sentado delante del fuego sin emitir queja alguna y so-portaba el tueste de su real persona más allá de cualquier recuperación posible».
Este impulso universal por imitar a la clase ociosa preconizado por Veblen presupone la existencia universal de una clase ociosa, cosa que no se da en la realidad. Los !kung, los semais y los mehinacus se las arreglaron bastante bien sin manifestar ninguna propensión especial a mostrarse superiores. En lugar de alardear de su grandeza, procuran restar importancia a sus méritos con el fin de garantizar, precisamente, un trato igual para todos. En cuanto al instinto emulador causa de pautas de comportamiento desquiciado, lo que podría parecer absurdo desde determinado punto de vista, desde otro tiene una razón de orden económico y político. Sin duda alguna, el consumo conspicuo satisface nuestro deseo de sentirnos superiores, incluso si por ello hemos de pagar un precio elevado. Pero nuestra susceptibilidad a tales deseos es de origen social y alberga motivos y consecuencias que van más allá de la mera pretensión o apariencia de un rango elevado; en la perspectiva de la evolución era parte integrante y práctica del proceso de formación de las clases dirigentes, del acceso a las esferas sociales más elevadas y de la permanencia en las mismas.
¿Por qué consumimos de forma conspicua?
El intercambio, la exhibición y la destrucción conspicuas de objetos de valor -implícito todo ello en el concepto de consumo conspicuo formulado por Veblen- son estrategias de base cultural para alcanzar y proteger el poder y la riqueza. Surgieron porque aportaban la prueba simbólica de que los jefes supremos y los reyes eran en efecto superiores y, en consecuencia, más ricos y poderosos por derecho propio que el común de los mortales. Los redistribuidores generosos como Soni no tienen necesidad ,de impresionar a sus seguidores con un modo de vida suntuoso: al carecer de poder, no necesitan justificarlo y perderían la admiración de sus seguidores si así lo hicieran. Pero los redistribuidores que se recompensan a sí mismos en primer lugar y en mayor medida siempre han precisado echar mano de ideologías y rituales para legitimar su apropiación de la riqueza social.
Entre las jefaturas avanzadas y los primeros Estados, la justificación de las prerrogativas regias que mayor influencia han tenido desde el punto de vista ideológico era la reivindicación de la descendencia divina. Los jefes supremos de Hawai, los emperadores del antiguo Perú, la China y el Japón, así como los faraones de Egipto, se decían todos, de manera independiente, descendientes directos del Sol, dios creador del universo. De conformidad con leyes de filiación y sucesión conve nientemente concebidas para sacar las máximas ventajas de esa relación de parentesco, los monarcas reinantes se convirtieron en seres con atributos divinos y dueños legítimos de un mundo creado para ellos y legado por su antepasado incandescente. Ahora bien, no hay que esperar de los dioses y sus familiares inmediatos un aspecto y un comportamiento propios del común de los mortales (a no ser que se pongan de parte del común de los mortales para enfrentarse al rico y poderoso). Sobre todo, sus hábitos de consumo tienen que estar a la altura de sus orígenes celestiales, en un nivel situado muy por encima de las capacidades de sus subditos, con el fin de demostrar el infranqueable abismo que los separa. Ataviándose con vestiduras bordadas y confeccionadas con los tejidos más delicados, turbantes cuajados de joyas, sombreros y coronas, sentándose en tronos de arte intrincado, alimentándose únicamente de manjares de exquisita elaboración servidos en vajillas de me-tales preciosos, residiendo en vida en suntuosos palacios y en tumbas y pirámides igualmente suntuosas después de la muerte, los grandes y poderosos crearon un modo de vida destinado a atemorizar e intimidar tanto a sus subditos como a cualquier posible rival.
En buena medida, el consumo conspicuo se centra en un tipo de bienes muebles que los arqueólogos califican de objetos suntuarios: copas de oro, estatuillas de jade, cetros con incrustaciones de piedras preciosas, espadas, así como coronas, trajes y vestidos de seda, pulseras de marfil, collares de diamantes, anillos de rubíes y zafiros, pendientes de perlas y otros ejemplos de joyería fina. ¿Por qué tenían tanto valor estos objetos? ¿Acaso por sus cualidades intrínsecas como co¬lor, dureza, brillo y duración? No lo creo. Como dicen los poetas, igual belleza albergan una brizna de hierba, la hoja de un árbol o un guijarro de playa. Y, sin embargo, a nadie se le ha ocurrido nunca consumir de forma conspicua hojas, briznas de hierba o guijarros. Los objetos suntuarios adquirieron su valor porque eran exponentes de acumulación de riqueza y poder, encarnación y manifestación de la capacidad de unos seres humanos con atributos divinos para hacer cosas divinas. Para que algo fuera considerado como objeto suntuario, debía ser muy escaso o extraordinariamente difícil de conseguir para la gente normal, estar oculto en las entrañas de la tierra o los fondos marinos, proceder de tierras lejanas o ser de difícil y aventurado acceso, o constituir prueba material de labor concentrada, habilidad y genio de grandes artesanos y artistas.
Durante las dinastías Shang y Chou de la antigua China, por ejemplo, los emperadores eran grandes mecenas de los artesanos del metal, cuyos logros supremos fueron las vasijas de bronce de decoración sumamente complicada. En un escrito fechado en 522 a.C. el erudito Tso Ch'iu-ming elogia la función de estas obras maestras de bronce: «Cuando los poderosos han conquistado a los débiles, hacen uso del botín para encargar vasijas rituales con inscripciones que dejan constancia del hecho, para mostrarlo a sus descendientes, para proclamar su esplendor y virtud, para castigar a los que no observan rituales.»
Con el consumo conspicuo nuestra especie hizo una reinvención cultural de los plumajes de brillantes colores, los alaridos, las danzas giratorias, la exhibición de dientes y las pesadas cornamentas que los individuos de las especies no culturales utilizan para intimidar a sus rivales. He leído que entre los grillos los machos dominantes son los que chirrían más alto. Cuando se les aplica cera en las patas para silenciarlos, siguen apareándose más que sus rivales, pero aumenta notablemente el tiempo que gastan en combate. «En otras palabras -observa Adrián Forsyth-, hacer publicidad de fuerza ante los rivales sale a cuenta, de lo contrario se malgastan muchas energías para afirmar tal fuerza.»
En las épocas preindustriales los objetos suntuarios funcionaban como proclamas, anuncios publicitarios para captar la atención, advertencias que significaban: «Como podéis ver, somos seres extraordinarios. Los mejores artistas y artesanos trabajan a nuestras órdenes. Enviamos mineros alas entrañas de la tierra, buceadores a los fondos del mar, caravanas a través de los desiertos y barcos a través de los mares. Obedeced nuestras órdenes porque quien es capaz de poseer tales cosas tiene poder suficiente para destruiros.»
Hasta nuestros días los objetos suntuarios siguen conservando su importancia crucial en la construcción y el mantenimiento del rango social. Pero su mensaje ya no es el mismo, como veremos a continuación.
Yuppies, ¿por qué?
El consumo conspicuo en las economías de consumo contemporáneas difiere del consumo conspicuo de los primeros Estados e imperios. Al carecer de clases hereditarias cerradas, las modernas economías de mercado incitan a la gente a adquirir objetos suntuarios si pueden permitírselos. Dado que la fuente de riqueza y poder de las modernas clases altas reside en el aumento del consumo, todo el mundo se siente alentado a ceder en grado máximo a sus inclinaciones emuladoras. Cuantos más Maseratis y trajes de alta costura, mejor, siempre y cuando, por supuesto, salgan al mercado nuevas marcas aún más exclusivas una vez las primeras se hayan convertido en algo demasiado común. Pero en los primeros Estados e imperios cualquier intento por parte de los comunes de emular a la clase dirigente sin el consentimiento de ésta se consideraba como amenaza subversiva. Para evitar que esto ocurriera, las élites instauraron leyes suntuarias según las cuales constituía delito que los comunes emularan a sus superiores. Algunas de las restricciones suntuarias más exquisitamente detalladas son las que se aplican en el sistema de castas de la India. Los rajputs que dominaban en el norte de la India, por ejemplo, prohibían a los hombres chamar, de casta inferior, usar sandalias o cualquier prenda de vestir por encima de la cintura o por debajo de las rodillas. Los hombres chamar también tenían prohibido cortarse el cabello y usar paraguas o sombrillas. Las mujeres chamar debían llevar los senos al descubierto, no podían maquillarse con pasta de azafrán ni adornarse con flores, y en sus casas no se les permitía usar vasijas que no fueran de barro. (Si alguien aún duda del poder de la cultura para hacer y deshacer el mundo en que vivimos, que reflexione sobre lo siguiente: mientras que en Occidente las feministas han estado luchando por liberarse apareciendo en público con el pecho descubierto, las mujeres de la India se han liberado negándose a aparecer en público con éste descubierto.)
Veamos otro ejemplo de legislación suntuaria dentro de un contexto político menos conocido. Según relata Diego Duran, una de las primeras fuentes importantes de información sobre el México precolombino, los plebeyos no podían llevar prendas de algodón, plumas ni flores, ni tampoco podían beber chocolate o comer manjares refinados. En otras palabras, una de las principales líneas de fuerza de las antiguas formas de consumo conspicuo consistía en frustrar cualquier intento del populacho por emular a las clases superiores.
La emulación, que Veblen considera el primer motor económico después de la supervivencia, no se convirtió en una fuerza económica importante hasta que las clases dirigentes dejaron de estar constituidas por élites endógamas y hereditarias. Sin embargo, las teorías de Veblen se pueden aplicar con notable precisión a la transición europea de las monarquías feudales a las democracias parlamentarias capitalistas, con sus clases altas mercantiles e industriales que, efectivamente, derrochaban sus recién amasadas fortunas en mansiones, tumbas y objetos suntuarios para demostrar que estaban a la altura de sus antiguos superiores. No puedo aceptar, empero, la caricatura que Veblen hace de los burgueses ansiosos por subir en la escala social y cuya sed de prestigio les induce a caer en un consumismo necio y no utilitario. Las nacientes élites capitalistas no pretendían destruir a los aristócratas, sino unirse a ellos, y para esto no tenían más remedio que imitar los cánones de consumo aristocráticos.
¿Se trata tal vez de uno de esos ejemplos en que las cosas siguen igual por muchos que sean los cambios que atraviesan? Muy al contrario, las nuevas minorías selectas del capitalismo trastornaron las vinculaciones tradicionales entre los objetos suntuarios y el mantenimiento de la riqueza y el poder. En las sociedades capitalistas las altas esferas no están reservadas a aquellos que insisten en ser los únicos con derecho a posesiones raras y exóticas. Como acabo de mencionar, el poder y la riqueza proceden del comercio en mercados abiertos y, salvo algunas excepciones (¿como las joyas de la corona de Inglaterra?), todo se puede comprar. No sólo no hay ninguna ley que impida que una persona normal adquiera un Rolls-Royce, fincas en el campo, caballos de carreras, yates, gemas y metales preciosos de toda clase y raros perfumes, las obras de grandes artistas y artesanos y lo último en alta costura y cocina, sino que la riqueza y el poder de la gente que se encuentra en la cima aumentan en proporción con el volumen de tales compras.
Y esto me lleva a la situación de los vilipendiados yuppies, acaso los consumidores de objetos suntuarios más voraces y depredadores que el mundo haya visto jamás. La mala fama de los yuppies se debe a que su afán por comprar símbolos de riqueza y poder no constituye un caso más de propensión extraña a la emulación a cualquier precio. Se trata más bien de una implacable condición del éxito, impuesta desde arriba por una sociedad en la que la riqueza y el poder dependen del consumismo masivo. Sólo los que pueden dar prueba de su lealtad al ethos consumista encuentran admisión en los círculos más selectos de la sociedad de consumo. Para el joven que asciende en la escala social (o incluso el joven que simplemente no quiere bajar en la escala social), el consumo conspicuo es no tanto el premio como el precio del éxito. La ropa de marca, los coches deportivos italianos, los discos láser, los equipos de alta fidelidad, las frecuentes expediciones de compra a esos bazares orientales de vidrio y acero que son los grandes almacenes, los fines de semana en la costa, los almuerzos en Maxim's: sin todo ello resulta imposible entrar en contacto con las personas que hay que conocer, imposible encontrar el empleo idóneo. Si esto implica endeudarse con tarjetas de crédito, retrasar el matrimonio y vivir en apartamentos libres de niños en lugar de hacerlo en una casa de las afueras, ¿cabe imaginar mejor prueba de lealtad hacia los superiores? Pero volvamos al mundo tal como era antes de que hubiera clases dirigentes y grandes almacenes
Del gran hombre al jefe
El progresivo deslizamiento (¿o escalada?) hacia la estratificación social ganaba impulso cada vez que era posible almacenar los excedentes de alimentos producidos por la inspirada diligencia de los redistribuidores en espera de los festines mu-minai, los potlatch y demás ocasiones de redistribución. Cuanto más concentrada y abundante sea la cosecha y menos perecedero el cultivo, tanto más crecen las posibilidades de grandes hombres de adquirir poder sobre el pueblo. Mientras que otros solamente almacenaban cierta cantidad de alimentos para sí mismos, los graneros de los redistribuidores eran los más nutridos. En tiempos de escasez la gente acudía a ellos en busca de comida y ellos, a cambio, pedían a los individuos con aptitudes especiales que fabricaran ropa, vasijas, canoas o viviendas de calidad destinadas a su uso personal. Al final el redistribuidor ya no necesitaba trabajar en los campos para alcanzar y superar el rango de gran hombre. La gestión de los excedentes de cosecha, que en parte seguía recibiendo para su consumo en festines comunales y otras empresas de la comunidad, tales como expediciones comerciales y bélicas, bastaban para legitimar su rango. De forma creciente, este rango era considerado por la gente como un cargo, un deber sagrado transmitido de una generación a otra con arreglo a normas de sucesión hereditaria. El gran hombre se había convertido en jefe, y sus dominios ya no se limitaban a una sola aldea autónoma de pequeño tamaño sino que formaban una gran comunidad política, la jefatura.
Si volvemos al Pacífico Sur y a las islas Trobriand podremos hacernos una idea de cómo encajaban estos elementos de paulatina estratificación. Los pobladores de las Trobriand tenían jefes hereditarios que dominaban más de una docena de aldeas con varios miles de personas. Sólo a los jefes les estaba permitido adornarse con ciertas conchas como insignias de su rango elevado, y los comunes no podían permanecer de pie o sentados a una altura que sobrepasara la de la cabeza del jefe. Cuenta Malinowski que fue testigo de cómo la gente presente en la aldea de Bwoytalu se desplomaba como «derribada por un rayo» al oír la llamada que anunciaba la llegada de un jefe importante.
El ñame era el cultivo en que se basaba el modo de vida de los habitantes de las islas Trobriand: los jefes daban validez a su posición social mediante el almacenamiento y la redistribución de cantidades generosas de ñame que poseían gracias a las contribuciones de sus cuñados hechas con ocasión de la cosecha. Los maridos plebeyos recibían «regalos» similares, pero los jefes eran políginos y, al poseer hasta una docena de esposas, recibían mucho más ñame que nadie. Los jefes exhibían su provisión de ñame junto a sus casas, en armazones construidos al efecto. Las gentes de la plebe hacían lo mismo, pero las despensas de los jefes descollaban sobre todas las demás, fistos recurrían al ñame para agasajara sus invitados, ofrecer suntuosos banquetes y alimentar a los constructores de canoas, artesanos, magos y sirvientes Ce la familia. En otros tiempos, el ñame también proporcionábala base alimenticia que permitía emprender expediciones de larga distancia para el comercio con grupos amigos o las incursiones contra los enemigos.
Esta costumbre de regalar alimentos a jefes hereditarios que los almacenan, exhiben y redistribuyen no constituía una singularidad de los mares del Sur, sino que aparece una y otra vez, con ligeras variantes, en distintos continentes. Así, por ejemplo, se han observado paralelismos sorprendentes a 20.000 ki lómetros de las islas Trobriand, entre las tribus que florecieron en el sureste de los Estados Unidos. Pienso especialmente en los cherokees, los antiguos habitantes de Tennessee que describe en el siglo xvn el naturalista William Bartram.
En el centro de los principales asentamientos cherokee se erigía una gran casa circular en la que un consejo de jefes debatía los asuntos relativos a sus poblados y donde se celebraban festines redistributivos. Encabezaba el consejo de jefes un jefe supremo, figura central de la red de redistribución. Durante la cosecha se disponía en cada campo un arca que deno-minaban «granero del jefe», «en la que cada familia deposita cierta cantidad según sus posibilidades o inclinación, o incluso nada en absoluto si así lo desea». Los graneros de los jefes funcionaban a modo de «tesoro público... al que se podía acudir en busca de auxilio» cuando se malograba la cosecha, como reserva alimenticia «para atender a extranjeros o viajeros» y como depósito militar de alimentos «cuando emprenden expediciones hostiles». Aunque cada habitante tenía «derecho de acceso libre y público», los miembros del común debían reconocer que el almacén realmente pertenecía al jefe supremo que ostentaba el «derecho y la facultad exclusiva... para socorrer y aliviar a los necesitados».
Sustentados por prestaciones voluntarias, los jefes y sus familias podían entonces embarcarse en un tren de vida que los distanciaba cada vez más de sus seguidores. Podían construirse casas mayores y mejores, comer y vestir con mayor suntuo¬sidad y disfrutar de los favores sexuales y del servicio personal de varias esposas. A pesar de estos presagios, la gente prestaba voluntariamente su trabajo personal para proyectos comunales, a una escala sin precedentes. Cavaban fosos y levantaban terraplenes defensivos y grandes empalizadas de troncos alrededor de sus poblados. Amontonaban cascotes y tierra para formar plataformas y montículos, donde construían templos y casas espaciosas para sus jefes. Trabajando en equipo y sirviéndose únicamente de palancas y rodillos, trasladaban rocas de más de cincuenta toneladas y las colocaban en líneas precisas y círculos perfectos para formar recintos sagrados, donde celebraban rituales comunales que marcaban los cambios de estación. Fueron trabajadores voluntarios quienes crearon las alineaciones megalíticas de Stonehenge y Carnac, levantaron las grandes estatuas de la isla de Pascua, dieron forma a las inmensas cabezas pétreas de los olmecas en Veracruz, sembraron Polinesia de recintos rituales sobre grandes plataformas de piedra y llenaron los valles de Ohio, Tennessee y Mississippi de cientos de túmulos, el mayor de los cuales, situado en Ca-hokia, cerca de St. Louis, cubría una superficie de 5,5 kilómetros cuadrados y alcanzaba una altura de más de 30 metros. Demasiado tarde se dieron cuenta estos hombres de que sus jactanciosos jefes iban a quedarse con la carne y la grasa y no dejar para sus seguidores más que huesos y tortas secas.

El poder, ¿se tomaba o se otorgaba?
El poder para dar órdenes y ser obedecido, tan ajeno a los cabecillas mehinacus o semais, se incubó, al igual que el poder de los hombres sobre las mujeres, en las guerras libradas por grandes hombres y jefes. Si no hubiera sido por la guerra, el potencial de control latente en la semilla de la redistribución nunca hubiera llegado a fructificar.
Los grandes hombres eran hombres violentos, 7 los jefes lo eran todavía más. Los mumis eran tan conocidos por su capacidad para incitar a los hombres a la lucha como para incitarlos al trabajo. Aunque las guerras habían sido suprimidas por las autoridades coloniales mucho antes de que Douglas Oliver realizara su estudio, aún seguía viva la memoria de los mumis como caudillos guerreros. «En otros tiempos -decía un anciano- había mumis más grandes que los de hoy. Entonces había caudillos feroces e implacables. Asolaban los campos, y las paredes de sus casas comunales estaban recubiertas de las ca¬laveras de los hombres que habían matado.» Al cantar las alabanzas de sus mumis la generación sinai pacificaba los llamaba «guerreros» y «matadores de hombres y cerdos». Los informantes de Oliver le contaron que los mumis tenían mayor autoridad en los tiempos en que aún se practicaba la guerra. Los caudillos mumis incluso mantenían uno o dos prisioneros, a quienes obligaban a trabajar en sus huertos. Y la gente no podía hablar «en voz alta ni calumniosa de sus mumis sin exponerse a ser castigados».
Sin embargo, el poder de los mumis siguió siendo rudimentario, como demuestra el hecho de que estaban obligados a prodigar regalos suntuosos a sus seguidores, incluso carne y mujeres, para conservar su lealtad. «Cuando los mumis no nos daban mujeres, estábamos enojados [...]. Copulábamos toda la noche y aún seguíamos queriendo más. Lo mismo ocurría con la comida. En la casa comunal solía haber grandes provisiones de comida, y comíamos sin parar y nunca teníamos bastante. Eran tiempos maravillosos.» Además, los mumis deseosos de dirigir una escaramuza tenían que estar dispuestos a pagar, a expensas propias, una indemnización por cada uno de sus hombres caídos en acción de guerra y a donar un cerdo para su banquete fúnebre.
Los jefes kwakiutl también eran caudillos guerreros y sus alardes y sus potlaches servían para reclutar hombres de las aldeas vecinas que lucharan a su lado en expediciones comerciales y hostiles. Los jefes trobriandeses sentían el mismo ardor bélico. Malinowski cuenta que guerreaban de manera sistemática e implacable, aventurándose a cruzar el mar abierto en sus canoas para comerciar o, en caso necesario, librar combates en islas situadas a más de cien kilómetros de distancia. También los cherokees emprendían expediciones bélicas y comerciales de larga distancia organizadas bajo los auspicios del consejo de jefes. Según indicaba la cita de Bartram, los jefes cherokees echaban mano de las reservas de sus graneros para alimentar a los miembros de estas expediciones.
No afirmo que la guerra fuera la causa directa de la forma cualitativamente nueva de la jerarquía materializada en el Estado. En un principio, cuando sus dominios eran pequeños, los jefes no podían recurrir a la fuerza de las armas para obligar a la gente a cumplir sus órdenes. Como en las sociedades del nivel de las bandas y aldeas, prácticamente todos los hombres estaban familiarizados con las artes de la guerra y poseían las armas y la destreza necesarias en medida más o menos igual. Además, las luchas intestinas podían exponer a una je fatura a la derrota a manos de sus enemigos extranjeros. No obstante, la oportunidad de apartarse de las restricciones tradicionales al poder aumentaba a medida que las jefaturas expandían sus territorios y se hacían más populosas, y crecían en igual proporción las reservas de comestibles y otros objetos de valor disponibles para la redistribución. Al asignar participaciones diferentes a los hombres más cooperativos, leales y eficaces en el campo de batalla, los jefes podían empezar a construir el núcleo de una clase noble, respaldados por una fuerza de policía y un ejército permanente. Los hombres del común que se zafaban de su obligación de hacer donaciones a sus jefes, que no alcanzaban las cuotas de producción o se negaban a prestar su trabajo personal para la construcción de monumentos y otras obras públicas eran amenazados con daños físicos.
Una de las escuelas de pensamiento que estudian el origen del Estado rechaza la idea de que las clases dominantes ganaran control sobre el común como consecuencia de una conspiración violenta de los jefes y su milicia. Para ella, por el contrario, las gentes del común se sometieron pacíficamente, en agradecimiento por los servicios que les prestaba la clase gobernante. Entre estos servicios figuraba la distribución de las reservas de víveres en tiempos de escasez, la protección contra ataques enemigos, así como la construcción y gestión de infraestructuras agrícolas como embalses y canales de riego y avenamiento. La gente también creía que los rituales ejecutados por los jefes y sacerdotes eran fundamentales para la supervivencia de todos. Además, no hacía falta instaurar un régimen de terror para obligar a la gente a obedecer las órdenes procedentes de arriba porque los sacerdotes reconocían a sus gobernantes como dioses en la Tierra.
Mi postura en esta cuestión es que había tanto sumisión voluntaria como opresión violenta. Las jefaturas avanzadas y los Estados incipientes documentados por la etnografía y la arqueología deben contarse entre las sociedades más violentas que jamás hayan existido. Las incesantes hostilidades, a menudo asociadas a la aniquilación de aldeas rebeldes y a la tor tura y el sacrificio de prisioneros de guerra, acompañaron la aparición de jefaturas avanzadas en la Europa céltica y prerromana, la Grecia homérica, la India védica, la China shang y la Polinesia anterior al contacto con el mundo occidental. Las murallas de Jericó dan testimonio de prácticas bélicas en el Próximo Oriente que ya datan de 6.000 años antes de nuestra era. En Egipto aparecen ya ciudades fortificadas durante los períodos pre y postdinásticos, y los monumentos egipcios más antiguos de finales del geerciense y la primera dinastía (3330 a 2900 a.C.) ensalzan las proezas militares de «unifica-dores», que respondían a nombres tan belicosos como «Escorpión», «Cobra», «Lancero» y «Luchador». En las excavaciones predinásticas de Hierakónpolis se han hallado numerosos barrotes y un cuchillo con representaciones de escenas de batalla donde aparecen hombres blandiendo puñales, mazos y garrotes, así como barcos cargados de hombres en trance de armas y I gente combatiendo en el agua.
Sólo hay un caso importante de transición desde jefatura I avanzada a Estado en que carecemos de pruebas documenta-I les sobre prácticas bélicas: el de la llanura de Susiana, en el sur-loeste de Irán. Pero esta conjetura se basa en la ausencia de fortificaciones, artefactos y elementos pictóricos. Durante mucho tiempo se han alegado pruebas negativas similares para negar la incidencia del factor bélico en la evolución de los listados mayas, posición que, después de los últimos descubri-mientos y la interpretación de los glifos, se ha revelado de todo punto insostenible. Dado el papel fundamental que la guerra lia desempeñado en la formación de las jefaturas avanzadas y los Estados primigenios, parece altamente improbable que no se recurriera al ejercicio de la violencia o a la amenaza de violencia contra la gente del común con el fin de instituir y consolidar la hegemonía de las primeras clases dirigentes. Esto no quiere decir que las sociedades estratificadas sean el resultado exclusivo de la fuerza.
El arqueólogo Antonio Gillman sostiene que en la Europa 'le la Edad del Bronce «el surgimiento de una élite no tiene nada que ver con el "bien común"» y que «las ventajas que para el común se derivan de las actividades de gestión y redistribución llevadas a cabo por sus dirigentes podrían haberse conseguido a un coste menor». Estas observaciones llevaron a un comentarista a proponer lo que se podría dar en llamar la teoría de la formación mañosa del Estado, que implica «[...] un campesinado industrioso pero oprimido, incapaz de negarse a pagar el tributo exigido por una banda de chantajistas de vestimenta ostentosa, por temor a la mutilación de sus bueyes de tiro, el asalto de sus piraguas y la destrucción de sus olivos». No veo ninguna razón por la cual no pudieran haberse beneficiado de las actividades de gestión y redistribución del Estado tanto el común como la clase privilegiada, aunque estoy seguro de que esta última se llevaría la parte del león.
Ya sea por la espada, la recompensa o la religión, muchas fueron las jefaturas que sintieron la llamada, pero pocas las que lograron la transición hacia el Estado. Antes que obedecer las órdenes de trabajar y pagar tributos, las gentes del común intentaban huir a tierras de nadie o territorios sin explorar. Otros se resistían e intentaban luchar contra la milicia, ocasión que otros jefes aprovechaban para invadirlos y hacerse con el poder. Independientemente del curso concreto que tomara la rebelión, la gran mayoría de las jefaturas que intentaron imponer sobre una clase plebeya cuotas agrarias, impuestos, prestaciones de trabajo personal y otras formas de redistribución coercitiva y asimétrica, volvieron a formas de redistribución más igualitarias o fueron totalmente destruidas. ¿Por qué unas triunfaron mientras otras fracasaron?
El umbral del Estado
Los primeros Estados evolucionaron a partir de jefaturas, pero no todas las jefaturas pudieron evolucionar hasta convertirse en Estados. Para que tuviera lugar la transición tenían que cumplirse dos condiciones. La población no sólo tenía que ser numerosa (de unas 10.000 a 30.000 personas), sino que también tenía que estar «circunscrita», esto es, estar confrontada a una falta de tierras no utilizadas a las que pudiera huir la gente que no estaba dispuesta a soportar impuestos, reclutamientos y órdenes. La circunscripción no estaba sólo en (unción de la cantidad de territorio disponible, sino que también dependía de la calidad de los suelos y de los recursos naturales y de si los grupos de refugiados podían mantenerse con un nivel de vida no inferior, básicamente, del que cupiera esperar bajo sus jefes opresores. Si las únicas salidas para una facción disidente eran altas montañas, desiertos, selvas tropicales u otros habitáis indeseables, ésta tendría pocos incentivos para emigrar.
La segunda condición estaba relacionada con la naturaleza de los alimentos con los que había que contribuir al almacén central de redistribución. Cuando el depósito del jefe estaba lleno de tubérculos perecederos como ñames y batatas, su potencial coercitivo era mucho menor que si lo estaba de arroz, trigo, maíz u otros cereales domésticos que se podían conservar sin problemas de una cosecha a otra. Las jefaturas no circunscritas o que carecían de reservas alimenticias almacenables a menudo estuvieron a punto de convertirse en reinos, para luego desintegrarse como consecuencia de éxodos masivos o sublevaciones de plebeyos desafectos.
Las Hawai de los tiempos que precedieron la llegada de los europeos nos proporcionan el ejemplo de una sociedad que se desarrolló hasta alcanzar el umbral del reino, aunque sin llegar nunca a franquearlo realmente. Todas las islas del archipiélago hawaiano estuvieron deshabitadas hasta que los navegantes polinesios arribaron a ellas cruzando los mares en canoas durante el primer milenio de nuestra era. Estos primeros pobladores probablemente procedían de las islas Marquesas, situadas a unos 3.200 kilómetros al sureste. De ser así, es muy posible que estuvieran familiarizados con el sistema de organización social del gran hombre o la jefatura igualitaria. Mil años más tarde, cuando los observaron los primeros europeos que entraron en contacto con ellos, los hawaianos vivían en sociedades sumamente estratificadas que presentaban todas las características del Estado, salvo que la rebelión y la usurpación estaban tan a la orden del día como la guerra contra el enemigo del exterior. La población de estos Estados o protoestados variaba entre 10.000 y 100.000 habitantes. Cada uno de ellos estaba dividido en varios distritos y cada distrito se componía, a su vez, de varias comunidades de aldeas. En la cumbre de la jerarquía política había un rey o aspirante al trono llamado ali'i nui. Los jefes supremos, llamados ali'i, gobernaban distritos y sus agentes, jefes menores llamados konohi-ki, estaban a cargo de las comunidades locales. La mayor parte de la población, es decir, las gentes dedicadas a la pesca, agricultura y artesanía, pertenecía al común.
Algo antes de que llegaran los primeros europeos, el sistema redistributivo hawaiano pasó el rubicón que separa la donación desigual de regalos de la pura y simple tributación. El común se veía despojado de alimentos y productos artesanos, que pasaban a manos de los jefes de distrito y los ali'i nui. Los konohiki estaban encargados de velar por que cada aldea pro dujera lo suficiente para satisfacer al jefe de distrito, que, a su vez, tenía que satisfacer al ali'i nui. Los ali'i nui y los jefes de distrito usaban los alimentos y productos artesanales que circulaban por su red de redistribución para alimentar y mantener séquitos de sacerdotes y guerreros. Estos productos llegaban al común en cantidades escasísimas, salvo en tiempo de sequía y hambruna en que las aldeas más industriosas y leales I podían esperar verse favorecidas con los víveres de reserva I que distribuían los ali'i nui y los jefes de distrito. Como dijo 1 David Malo, un jefe hawaiano que vivió en el siglo pasado, los ¡almacenes de los ali'i nui estaban pensados para tener contenta a la gente y asegurar su lealtad: «Así como la rata no aban-Idonará la despensa, la gente no abandonará al rey mientras crea en la existencia de la comida en su almacén.»
¿Cómo llegó a formarse este sistema? Las pruebas arqueo-jlógicas muestran que, a medida que crecía la población, los asentamientos se fueron extendiendo de una isla a otra. Durante casi un milenio las principales zonas pobladas se hallaban cerca del litoral, cuyos recursos marinos podían aportar un suplemento al ñame, la batata y el taro plantados en los terrenos más fértiles. Por último, en el siglo xv, los asentamientos empezaron a extenderse tierra adentro, hacia ecozonas más elevadas, donde predominaban los terrenos pobres y es-( aseaban las lluvias. A medida que seguía aumentando la población se talaron o quemaron los bosques del interior y extensas zonas se perdieron por la erosión o se convirtieron en pastos. Atrapados entre el mar, por un lado, y las laderas peladas, por otro, la población ya no tenía escapatoria de los jefes que querían ser reyes. Había llegado la circunscripción. La tradición oral y las leyendas cuentan el resto de la historia. A parti r del año 1600 varios distritos sostuvieron entre sí incesantes guerras como consecuencia de las cuales determinados jefes Ilegaron a controlar todas las islas durante un cierto tiempo. Si bien estos ali'i nui tenían un gran poder sobre el común, su relación con los jefes supremos, sacerdotes y guerreros era muy estable, como ya se ha dicho con anterioridad. Las facciones de residentes fomentaban rebeliones o trababan guerras, destruyendo la frágil unidad política hasta que una nueva coalición de aspirantes a reyes instauraba una nueva configuración de alianzas igual de inestables. Esta era más o menos la situación cuando el capitán James Cook entró en el puerto de Waimea en 1778 e inició la venta de armas de fuego a los jefes hawaia-nos. El olí'i nui Kamehameha I obtuvo el monopolio de la compra de estas nuevas armas y las utilizó de inmediato contra sus rivales, que blandían lanzas. Tras derrotarlos de una vez por todas, en 1810 se erigió en el primer rey de todo el archipiélago hawaiano.
Cabe preguntarse si los hawaianos hubieran llegado a crear una sociedad de nivel estatal si hubieran permanecido aislados. Yo lo dudo. Tenían agricultura, grandes excedentes agrícolas, redes distributivas complejas y muy jerarquizadas, tributación, cuotas de trabajo, densas poblaciones circunscritas y guerras externas. Pero les faltaba algo: un cultivo cuyo fruto pudiera almacenarse de un año a otro. El ñame, la batata y el taro son alimentos ricos en calorías pero perecederos. Sólo se podían almacenar durante unos meses, de manera que no se podía contar con los almacenes de los jefes para alimentar a gran número de seguidores en tiempos de escasez como consecuencia de sequías o por los estragos causados por las guerras ininterrumpidas. En términos de David Malo, la despensa estaba vacía con demasiada frecuencia como para que los jefes pudieran convertirse en reyes.
Y ahora ha llegado el momento de contar qué pasaba en otros sitios cuando la despensa estaba vacía.
Los primeros Estados
Fue en el Próximo Oriente donde por primera vez una jefatura se convirtió en Estado. Ocurrió en Sumer, en el sur de Irán e Irak, entre los años 3.500 y 3.200 a.C. ¿Por qué en el Próximo ()riente? Probablemente porque esta región estaba mejor dotada de gramíneas silvestres y especies salvajes de animales aptas para la domesticación que otros antiguos centros de formación del Estado. Los antecesores del trigo, la cebada, el ganado ovino, caprino, vacuno y porcino crecían en las tierras altas del Levante y las estribaciones de la cordillera del Zagros, lo que facilitó el abandono temprano de los modos de subsistencia de caza y recolección en favor de la vida sedentaria en aldeas.
La razón que impulsó al hombre de finales del período glaciar a abandonar su existencia de cazador-recolector sigue siendo objeto de debate entre los arqueólogos. Sin embargo, parece probable que el calentamiento de la Tierra después del 12.000 a.C., la combinación de cambios medioambientales y el exceso de caza provocaron la extinción de numerosas especies de caza mayor y redujeron el atractivo de los medios de subsistencia tradicionales. En varias regiones del Viejo y Nuevo Mundo, los hombres compensaron la pérdida de especies de caza mayor yendo en busca de una mayor variedad de plantas v animales, entre los que figuraban los antepasados silvestres de nuestros cereales y animales de corral actuales.
En el Próximo Oriente, donde nunca abundó la caza mayor como en otras regiones durante el período glaciar, los cazado-res-recolectores comenzaron hace más de trece milenios a ex-plotar las variedades silvestres de trigo y cebada que allí crecían. A medida que aumentaba su dependencia de estas plantas, se vieron obligados a disminuir su nomadismo porque todas las semillas maduraban a un tiempo y había que almacenarlas para el resto del año. Puesto que la cosecha de semillas silvestres no se podía transportar de campamento en campamento algunos pueblos como los natufienses, que tuvieron su apogeo en el Levante hacia el décimo milenio a.C., se establecieron, construyeron almacenes y fundaron aldeas de carácter permanente. Entre el asentamiento junto a matas prácticamente silvestres de trigo y cebada y la propagación de las semillas de mayor tamaño y que no se desprendían al menor roce, sólo medió un paso relativamente corto. Y a medida que las variedades silvestres cedían terreno a campos cultivados, atraían a animales como ovejas y cabras hacia una asociación cada vez más estrecha con los seres humanos, quienes pronto reconocieron que resultaba más práctico encerrar a estos animales en rediles, alimentarlos y criar aquellos que reunieran las características más deseables, que limitarse a cazarlos hasta que no quedara ninguno. Y así comenzó lo que los arqueólogos denominan el Neolítico.
Los primeros asentamientos rebasaron con gran rapidez el nivel de las aldeas de los cabecillas o grandes hombres para convertirse en jefaturas sencillas. Jericó, situada en un oasis de la Jordania actual, por ejemplo, 8.000 años antes de nuestra era ya ocupaba una superficie de 40 kilómetros cuadrados y contaba con 2.000 habitantes; 2.000 años más tarde Catal Hü-yük, situada al sur de Turquía, tenía una superficie de 128 kilómetros cuadrados y una población de 6.000 habitantes. Sus ruinas albergan una imponente colección de objetos de arte, tejidos, pinturas y relieves murales. Las pinturas murales (las más antiguas que se conocen en el interior de edificios) representan un enorme toro, escenas de caza, hombres danzando y aves de rapiña atacando cuerpos humanos de color rojo, rosado, malva, negro y amarillo. Los hombres de Catal Hüyük cul-Itivaban cebada y tres variedades de trigo. Criaban ovejas, vacas, cabras y perros, y vivían en casas adosadas con patio. No labia puertas, sólo se podía entrar en las casas a través de aberturas practicadas en los techos planos.
Al igual que todas las jefaturas, los primeros pueblos neolíticos parecían preocupados por la amenaza de ataques de merodeadores venidos de lejos. Jericó estaba rodeada de fosos y murallas (muy anteriores a las bíblicas) y contaba con una torre de vigilancia en lo alto de una de sus murallas. Otros asentamientos neolíticos antiguos como Tell-es-Sawwan y Magh-zaliyah en Irak, también estaban rodeados de murallas. Hay que señalar que al menos un arqueólogo sostiene que las primeras murallas construidas en Jericó estaban destinadas ante todo a la protección contra corrimientos de tierra más que contra ataques armados. No obstante, la torre con sus estrechas rendijas de vigilancia servía para funciones claramente defensivas. Tampoco cabe la menor duda de que las murallas que guardaban Tell-es-Sawwan y Maghzaliyah eran el equivalente de las empalizadas de madera características de las jefaturas situadas en tierras de bosques abundantes. No se trataba de agricultores pacíficos, armoniosos e inofensivos preocupados tan sólo por el cultivo de sus tierras y el cuidado de su ganado. En Cayónü, en la Turquía meridional, no lejos de Catal Hüyük, James Mellaart excavó una gran losa de piedra con restos de sangre humana. Cerca de allí encontró varios centenares de calaveras humanas, sin el resto de sus esqueletos. ¿Para qué habían de construir los hombres de Catal Hüyük casas sin aberturas al nivel del suelo, sino para protegerse contra merodeadores forasteros?
Al igual que todas las jefaturas, las sociedades neolíticas entablaron comercio de larga distancia. Sus objetos de intercambio favoritos eran la obsidiana, una especie de vidrio volcánico que servía para fabricar cuchillos y otras herramientas de corte, y la cerámica. Catal Hüyük parece haber sido un centro de domesticación, cría y exportación de ganado vacuno, que importaba a cambio gran variedad de artefactos y materias primas (entre éstas, cincuenta y cinco minerales diferentes).
El grado de especialización observado dentro y entre los distintos asentamientos neolíticos también es indicativo de una gran actividad comercial y de otras formas de intercambio. En Beidha, Jordania, había una casa dedicada a la fabricación de cuentas, mientras que otras se concentraban en la confección de hachas de sílex y otras en el sacrificio de animales. En Cayónü se descubrió todo un grupo de talleres de fabricación de cuentas. En Umm Dabajioua, en el norte de Irak, parece que la aldea se dedicaba por entero al curtido de pieles de animales, mientras que los habitantes de Yarim Tepe y Tell-es-Sawwan se especializaron en la producción en masa de cerámica.
También se han encontrado indicios de redistribución y de distinciones de rango. Así, por ejemplo, en Bougras, Siria, la mayor casa de la aldea tiene adosada una estructura de almacenamiento, y en Tell-es-Sawwan las cámaras mortuorias difieren en tamaño y en la cuantía del ajuar funerario enterrado con los diferentes individuos.
Los primeros centros agrícolas y ganaderos dependían de las lluvias para la aportación de agua a sus cultivos. Al crecer la población comenzaron a experimentar con el regadío, con el fin de ganar y colonizar tierras más secas. Sumer, situada en el delta, falto de lluvias pero pantanoso y propenso a inundaciones frecuentes de los ríos Tigris y Eufrates, se fundó de esta manera. Limitados en un principio a permanecer en las márgenes de una corriente de agua natural, los sumerios pronto llegaron a depender totalmente del regadío para abastecer de agua sus campos de trigo y cebada, quedando así inadvertidamente atrapados en la condición final para la transición hacia el Estado. Cuando los aspirantes a reyes empezaron a ejercer presiones para exigirles más impuestos y mano de obra para la realización de obras públicas, los plebeyos de Sumer vieron que habían perdido la opción de marcharse a otro lugar. ¿Cómo iban a llevarse consigo sus acequias, sus campos irrigados, jardines y huertas, en las que habían invertido el trabajo de generaciones? Para vivir alejados de los ríos hubieran tenido que adoptar modos de vida pastorales y nómadas en los que carecían de la experiencia y la tecnología necesarias.
Los arqueólogos no han podido determinar con exactitud dónde y cuándo tuvo lugar la transición sumeria, pero en 1350 a.C. empezaron a erigirse en los asentamientos de mayor [tamaño unas estructuras de adobe con rampas y terrazas, lla-ladas zigurat, que reunían las funciones de fortaleza y tem¬plo. Al igual que los túmulos, las tumbas, los megalitos y las pirámides repartidas por todo el mundo, los zigurat atestiguan la presencia de jefaturas avanzadas capaces de organizar prestaciones laborales a gran escala, y fueron precursores de la gran torre de Babilonia, de más de 90 metros de altura, y de |a torre de Babel bíblica. Hacia 3500 a.C. las calles, casas, templos, palacios y fortificaciones ocupaban varias decenas de kilómetros cuadrados en Uruk, Irak. Acaso fue allí donde se produjo la transición; y si no, fue en Lagash, Eridu, Ur o Nip-pur, que en el año 3200 a.C. florecían como reinos independientes.
Impulsado por las mismas presiones internas que enviaron .ila guerra a las jefaturas, el reino sumerio tenía a su favor una ventaja importante. Las jefaturas eran propensas a intentar ex-I crminar a sus enemigos y a matar y comerse a sus prisioneros ile guerra. Sólo los Estados poseían la capacidad de gestión y de poderío militar necesarios para arrancar trabajos forzados y recursos de los pueblos sometidos. Al integrar a las poblaciones derrotadas en la clase campesina, los Estados alimentaron una ola creciente de expansión territorial. Cuanto más populosos y productivos se hacían, tanto más aumentaba su rapacidad para derrotar y explotar a otros pueblos y territo-rios. En varios momentos después del tercer milenio a.C. dominaba Sumer uno u otro de los reinos sumerios. Pero no tar-c I a ron en formarse otros Estados en el curso alto del Eufrates. I Hirante el reinado de Sargón I, en 2350 antes de Cristo, uno de estos Estados conquistó toda Mesopotamia, incluida Sumer, así como territorios que se extendían desde el Eufrates hasta el Mediterráneo. Durante los 4.300 años siguientes se sucedieron los imperios: babilónico, asírico, otomano y británico. Nuestra espécie había creado y montado una bestia salvaje que devoraba continentes ¿seremos capaces alguna vez de domar esta creación del hombre de la misma manera en que domamos las ovejas y las cabras salvajes?.


MARVIN HARRIS

lunes, 2 de abril de 2012

Insociable sociabilidad

La fábula del erizo

Durante la Edad de Hielo, muchos animales murieron a causa del frío.

Los erizos dándose cuenta de la situación, decidieron unirse en grupos. De esa manera se abrigarían y protegerían entre sí, pero las espinas de cada uno herían a los compañeros más cercanos, los que justo ofrecían más calor. Por lo tanto decidieron alejarse unos de otros y empezaron a morir congelados.

Así que tuvieron que hacer una elección, o aceptaban las espinas de sus compañeros o desaparecían de la Tierra. Con sabiduría, decidieron volver a estar juntos. De esa forma aprendieron a convivir con las pequeñas heridas que la relación con una persona muy cercana puede ocasionar, ya que lo más importante es el calor del otro.

De esa forma pudieron sobrevivir.





Moraleja de la historia
La mejor relación no es aquella que une a personas perfectas, sino aquella en que cada individuo aprende a vivir con los defectos de los demás y admirar sus cualidades.