jueves, 21 de febrero de 2008

I.E.S. Districte Maritim

¿QUE ES LA ILUSTRACIÓN? 1784
La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad sig­nifica la imposibilidad de servirse de su inte­ligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere andel ¡Ten el valor de ser­virte de tu propia razón!: he aquí el lema de la ilustración.
La pereza y la cobardía son causa de que una tan gran parte de Jos hombres continúe a gusto en su estado de pupilo, a pesar de que hace tiempo la Naturaleza los liberó de ajena tutela (naturaliter majorennes); también lo son de que se haga tan fácil para otros erigirse en tutores. Es tan cómodo no estar emancipado! Tengo a mi disposición un libro que me pres­ta su inteligencia, un cura de almas que me ofrece su conciencia, un médico que me prescri­be las dietas, etc., etc., así que no necesito moles­tarme. Si puedo pagar no me hace falta pensar: ya habrá otros que tomen a su cargo, en mi nombre, tan fastidiosa tarea. Los tutores, que tan bondadosamente se han arrogado este ofi­cio, cuidan muy bien que la gran mayoría de los hombres (y no digamos que todo el sexo bello) considere el paso de la emancipación, ade­más de muy difícil, en extremo peligroso. Des­pués de entontecer sus animales domésticos y procurar cuidadosamente que no se salgan del camino trillado donde los metieron, les mues­tran los peligros que les amenazarían caso de aventurarse a salir de él. Pero estos peligros no son tan graves pues, con unas cuantas caídas, aprenderían a caminar solitos; ahora que, lec­ciones de esa naturaleza, espantan y le curan a cualquiera las ganas de nuevos ensayos.
Es, pues, difícil para cada hombre en par­ticular lograr salir de esa incapacidad, conver­tida casi en segunda naturaleza. Le ha co­brado afición y se siente realmente incapaz de servirse de su propia razón, porque nunca se le permitió intentar la aventura. Principios y fórmulas, instrumentos mecánicos de un uso, o más bien abuso, racional de sus dotes na­turales, hacen veces de ligaduras que le suje­tan a ese estado. Quien se desprendiera de ellas apenas si se atrevería a dar un salto inse­guro para salvar una pequeña zanja, pues no está acostumbrado a los movimientos desem­barazados. Por esta razón, pocos son los que, con propio esfuerzo de su espíritu, han logra­do superar esa incapacidad y proseguir, sin em­bargo, con paso firme.
Pero ya es más fácil que el público se ilus­tre por sí mismo y hasta, sí se le deja en li­bertad, casi inevitable. Porque siempre se en­contrarán algunos que piensen por propia cuen­ta, hasta entre los establecidos tutores del gran montón, quienes, después de haber arrojado de sí el yugo de Ja tutela, difundirán el espíritu de una estimación racional del propio valer de cada hombre y de su vocación a pensar por sí mismo. Pero aquí ocurre algo particular: el público, que aquellos personajes uncieron con este yugo, les unce a ellos mismos cuando son incitados al efecto por algunos de los tutores incapaces por completo de toda ilustración; que así resulta de perjudicial inculcar prejuicios, porque acaban vengándose en aquellos que fue­ron sus sembradores o sus cultivadores. Por esta sola razón el público sólo poco a poco llega a ilustrarse. Mediante una revolución acaso se logre derrocar el despotismo personal y acabar con la opresión económica o política, pero nunca se consigue la verdadera reforma de la manera de pensar; sino qué, nuevos prejuicios, en lu­gar de los antiguos, servirán de riendas para conducir al gran tropel.
Para esta ilustración no se requiere más que una cosa, libertad; y la más inocente entre to­das las que llevan ese nombre, a saber: libertad de hacer uso público de su razón íntegramente. Mas oigo exclamar por todas partes: ¡Nada de razones! El oficial dice: i no razones, y haz la instrucción! El funcionario de Hacienda: ¡na­da de razonamientos!, ¡a pagar! El reveren­do: ¡no razones y cree! (sólo un señor en el mundo dice: razonad todo lo que queráis y so­bre lo que queráis pero ¡obedeced!) Aquí nos encontramos por doquier con una limitación de la libertad. Pero ¿qué limitación es obstáculo a la ilustración? ¿Y cuál, por el contrario, es­tímulo? Contesto: el uso público de su razón le debe estar permitido a todo el mundo y es­to es lo único que puede traer ilustración a los hombres; su uso privado se podrá limitar a menudo ceñidamente, sin que por ello se retra­se en gran medida la marcha de la ilustración. Entiendo por uso público aquel que, en cali­dad de maestro, se puede hacer de la propia ra­zón ante el gran público del mundo de lecto­res. Por uso privado entiendo el que ese mismo personaje puede hacer en su calidad de fun­cionario. Ahora bien; existen muchas empresas de interés público en las que es necesario cier­to automatismo, por cuya virtud algunos miem­bros de la comunidad tienen que comportarse pasivamente para, mediante una unanimidad ar­tificial, poder ser dirigidos por el Gobierno hacia los fines públicos o, por lo menos, impe­didos en su perturbación. En este caso no cabe razonar, sino que hay que obedecer. Pero en la medida en que esta parte de la máquina se considera como miembro de un ser común total y hasta de la sociedad cosmopolita de los hom­bres, por lo tanto, en calidad de maestro que se dirige a un público por escrito haciendo uso de su razón, puede razonar sin que por ello padezcan los negocios en los que le correspon­de, en parte, la consideración de miembro pa­sivo. Por eso, sería muy perturbador que un oficial que recibe una orden de sus superiores se pusiera a argumentar en el cuartel sobre la pertinencia o utilidad de la orden: tiene que obedecer. Pero no se le puede prohibir con jus­ticia que, en calidad de entendido, haga obser­vaciones sobre las fallas que descubre en el ser­vicio militar y las exponga al juicio de sus lec­tores. El ciudadano no se puede negar a contri­buir con los impuestos que le corresponden; y hasta una crítica indiscreta de esos impuestos, cuando tiene que pagarlos, puede ser castigada por escandalosa (pues podría provocar la resis-
tencia general). Pero ese mismo sujeto actúa sin perjuicio de su deber de ciudadano si, en calidad de experto, expresa públicamente su pensamiento sobre la inadecuación o injusticia de las gabelas. Del mismo modo, el clérigo está obligado a enseñar la doctrina y a predi­car con arreglo al credo de la Iglesia a que sirve, pues fue aceptado con esa condición. Pero como doctor tiene la plena libertad y hasta el deber de comunicar al público sus ideas bien probadas e intencionadas acerca de las deficien­cias que encuentra en aquel credo, así como el de dar a conocer sus propuestas de reforma de la religión y de la Iglesia. Nada hay en esto que pueda pesar sobre su conciencia. Porque lo que enseña en función de su cargo, en calidad de ministro de la Iglesia, lo presenta como algo a cuyo respecto no goza de libertad para ex­poner lo que bien le parezca, pues ha sido co­locado para enseñar según las prescripciones y en el nombre de otro. Dirá: nuestra Igle­sia enseña esto o lo otro; estos son los argu­mentos de que se sirve. Deduce, en la oca­sión, todas las ventajas prácticas para su fe­ligresía de principios que, si bien él no suscri­biría con entera convicción, puede obligarse a predicar porque no es imposible del todo que contengan oculta la verdad o que, en el peor de los casos, nada impliquen que contradiga a la religión interior. Pues de creer que no es éste el caso, entonces sí que no podría ejer­cer el cargo con arreglo a su conciencia; ten­drá que renunciar. Por lo tanto, el uso que de su razón hace un clérigo ante su feligresía, constituye un uso privado; porque se trata siem­pre de un ejercicio doméstico, aunque la au­diencia sea muy grande; y, en este respecto, no es, como sacerdote, libre, ni debe serlo, pues­to que ministra un mandato ajeno. Pero en ca­lidad de doctor que se dirige por medio de sus escritos al público propiamente dicho, es de­cir, al mundo, como clérigo, por consiguiente, que hace un uso -público de su razón, disfruta de una libertad ilimitada para servirse de su propia razón y hablar en nombre propio. Por­que pensar que los tutores espirituales del pue­blo tengan que ser, a su vez, pupilos, represen­ta un absurdo que aboca en una eternización de todos los absurdos.
Pero ¿no es posible que una sociedad de clérigos, algo así como una asociación eclesiás­tica o una muy reverenda classis (como se sue­le denominar entre los holandeses) pueda com­prometerse por juramento a guardar un deter­minado credo para, de ese modo, asegurar una suprema tutela sobre cada uno de sus miem­bros y, a través de ellos, sobre el pueblo, y para eternizarla, si se quiere? Respondo: es completamente imposible. Un convenio seme­jante, que significaría descartar para siempre to­da ilustración ulterior del género humano, es nulo e inexistente; y ya puede ser confirmado por la potestad soberana, por el Congreso, o por las más solemnes capitulaciones de paz. Una generación no puede obligarse y juramentarse a colocar a la siguiente en una situación tal que le sea imposible ampliar sus conocimientos (pre­suntamente circunstanciales), depurarlos del error y, en general, avanzar en el estado de su ilustración. Constituiría esto un crimen con­tra la naturaleza humana, cuyo destino primor­dial radica precisamente en este progreso. Por esta razón, la posteridad tiene derecho a re­pudiar esa clase de acuerdos como celebrados de manera abusiva y criminal. La piedra de toque de todo lo que puede decidirse como ley para un pueblo, se halla en esta interrogación ¿es que un pueblo hubiera podido imponerse a sí mismo esta ley? Podría ser posible, en es­pera de algo mejor, por un corto tiempo cir­cunscrito, con el objeto de procurar un cierto orden; pero dejando libertad a los ciudadanos, y especialmente a los clérigos, de exponer pú­blicamente, esto es, por escrito, sus observacio­nes sobre las deficiencias que encuentran en dicha ordenación, manteniéndose mientras tanto el orden establecido hasta que la comprensión de tales asuntos se haya difundido tanto y de tal manera que sea posible, mediante un acuerdo logrado por votos (aunque no por unanimidad), elevar hasta el trono una propuesta para pro­teger a aquellas comunidades que hubieran coin­cidido en la necesidad, a tenor de su opinión más ilustrada, de una reforma religiosa, sin im­pedir, claro está, a los que así lo quisieren, se­guir con lo antiguo. Pero es completamente ilíci­to ponerse de acuerdo ni tan siquiera por el pla­zo de una generación, sobre una constitución re­ligiosa inconmovible, que nadie podría poner en tela de juicio públicamente, ya que con ello se' destruiría todo un período en la marcha de la humanidad hacia su mejoramiento, período que, de ese modo, resultaría no sólo estéril sino ne­fasto para la posteridad. Puede un hombre, por lo que incumbe a su propia persona, pero sólo por un cierto tiempo, eludir la ilustración en aquellas materias a cuyo conocimiento está obligado; pero la simple y pura renuncia, aun­que sea por su propia persona, y no digamos por la posteridad, significa tanto como violar y pisotear los sagrados derechos del hombre. Y lo que ni un pueblo puede acordar por y para sí mismo, menos podrá hacerlo un monarca en nombre de aquél, porque toda su autoridad le­gisladora descansa precisamente en que asume la voluntad entera del pueblo en la suya propía. Si no pretende otra cosa, sino que todo me­joramiento real o presunto sea compatible con el orden ciudadano, no podrá menos de permitir a sus subditos que dispongan por sí mismos en aquello que crean necesario para la salvación de sus almas; porque no es ésta cuestión que le im­porte, y sí la de evitar que unos a otros se impi­dan con violencia buscar aquella salvación por el libre uso de todas sus potencias. Y hará agravio a la majestad de su persona si en ello se mezcla hasta el punto de someter a su ins­pección gubernamental aquellos escritos en los que sus subditos tratan de decantar sus creencias, ya sea porque estime su propia opinión como la mejor, en cuyo caso se expone al reproche: Caesar non est sufra grammaticos, ya porque rebaje a tal grado su poder soberano que am­pare dentro de su Estado el-despotismo espiri­tual de algunos tiranos contra el resto de sus subditos.
Si ahora nos preguntamos: ¿es que vivimos en una época ilustrada* la respuesta será: no, pero sí en una época de ilustración. Falta to­davía mucho para que, tal como están las co­sas y considerados los hombres en conjunto, se hallen en situación, ni tan siquiera en disposi­ción de servirse con seguridad y provecho de su propia razón en materia de religión. Pero aho­ra es cuando se les ha abierto el campo para trabajar libremente en este empeño, y percibi­mos inequívocas señales de que van disminu­yendo poco a poco los obstáculos a la ilustra­ción general o superación, por los hombres, de su merecida tutela. En este aspecto nuestra época es la época de la Ilustración o la época de Federico.
Un príncipe que no considera indigno de sí declarar que reconoce como un deber no pres­cribir nadq a los hombres en materia de reli­gión y que desea abandonarlos a su libertad, que rechaza, por consiguiente, hasta ese preten­cioso sustantivo de tolerancia, es un príncipe ilustrado y merece que el mundo y la poste­ridad, agradecidos, le encomien como aquel que rompió el primero, por lo que toca al Gobier­no, las ligaduras de la tutela y dejó en liber­tad a cada uno para que se sirviera de su pro­pia razón en las cuestiones que atañen a su con­ciencia. Bajo él, clérigos dignísimos, sin men­gua de su deber ministerial, pueden, en su cali­dad de doctores, someter libre y públicamente al examen del mundo aquellos juicios y opiniones suyos que se desvíen, aquí o allá, del credo re­conocido; y con mayor razón los que no están limitados por ningún deber de oficio. Este es­píritu de libertad se expande también por fue­ra, aun en aquellos países donde tiene que lu­char con los obstáculos externos que le levanta un Gobierno que equivoca su misión. Porque este único ejemplo nos aclara cómo en régi­men de libertad nada hay que temer por la tranquilidad pública y la unidad del ser co­mún. Los hombres poco a poco se van des­bastando espontáneamente, siempre que no se trate de mantenerlos, de manera artificial, en estado de rudeza.
He tratado del punto principal de la ilus­tración, a saber, la emancipación de los hom­bres de su merecida tutela, en especial por lo que se refiere a cuestiones de religión} pues en lo que atañe a las ciencias y las artes los que mandan ningún interés tienen en ejercer tutela sobre sus subditos y, por otra parte, hay que considerar que esa tutela religiosa es, entre todas, la más funesta y deshonrosa. Pero el criterio de un jefe de Estado que favorece es­ta libertad va todavía más lejos y comprende que tampoco en lo que respecta a la legislación hay peligro porque los súbitos hagan uso •pú­blico de su razón, y expongan libremente al mundo sus ideas sobre una mejor disposición de aquella, haciendo una franca crítica de lo existente} también en esto disponemos de un brillante ejemplo, pues ningún monarca se anti­cipó al que nosotros veneramos.
Pero sólo aquel que, esclarecido, no teme a las sombras, pero dispone de un numeroso y disciplinado ejército para garantizar la tranqui­lidad pública, puede decir lo que no osaría un Estado libre: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced! Y aquí tropezamos con un extraño e inesperado curso de las cosas humanas} pues ocurre que, si contemplamos este curso con amplitud, lo en­contramos siempre lleno de paradojas. Un grado mayor de libertad ciudadana parece que beneficia la libertad espiritual del pueblo pero le fija, al mismo tiempo, límites infranqueables} mientras que un grado menor le procura el ám­bito necesario para que pueda desenvolverse con arreglo a todas sus facultades. Porque ocu­rre que cuando la Naturaleza ha logrado des­arrollar, bajo esta dura cascara, esa semilla que cuida con máxima ternura, a saber, la inclina­ción y oficio del Ubre -pensar del hombre, el hecho repercute poco a poco en el sentir del pue­blo (con lo cual éste se va haciendo cada vez más capaz de la libertad de obrar) y hasta en los principios del Gobierno, que encuentra ya compatible dar al hombre, que es algo más que una máquina, un trato digno de Él. la cuestión tratada por mí ofrece el señor Mendelssohn. No ha llegado todavía a mis manos; de lo contrario, hu­biera reservado esta respuesta mía, que ahora queda como una prueba de hasta qué punto el azar puede traer con­sigo una coincidencia de ideas.

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